10, 6 segundos es un imperdible texto de Hernán Casciari sobre el histórico gol de Diego Maradona a los ingleses en el Mundial de 1986. Aparece en el último número de la Revista Orsai y aquí lo reproducimos:
10, 6' segundos
Menos de once segundos antes, cuando el jugador argentino recibe el
pase de un compañero, el reloj en México marca las trece horas, doce
minutos y veinte segundos. En la escena central hay también dos
británicos y un hombre algo mayor, de origen tunecino. El deporte al que
juegan, el fútbol, no es muy popular en Túnez. Por eso el africano
parece el único que no está en actitud de alarma atlética.
Se llama Alí Bin Nasser y, mientras los otros corren, él
camina despacio. Tiene cuarenta y dos años y está avergonzado: sabe que
nunca más será llamado a arbitrar un partido oficial entre naciones.
También sabe que si, doce años antes, cuando se lesionó
en la liga tunecina, le hubieran dicho que estaría en un Mundial, no lo
habría creído. Tampoco la tarde en que se convirtió en juez: en Túnez no
es necesario, para acceder al puesto, más que tener el mismo número de
piernas que de pulmones.
Cuando dirigió su primer partido descubrió que sería un
árbitro correcto. Fue más que eso: logró ser el primer juez de fútbol al
que reconocían por las calles de la ciudad. Lo convocaron para las
eliminatorias africanas de 1984 y su juicio resultó tan eficaz que, un
año más tarde, fue llamado a dirigir un Mundial.
En México le pedían autógrafos, se sacaban fotos con él y
dormía en el hotel más lujoso. Había arbitrado con éxito el
Polonia-Portugal de la primera fase, y vigilado la línea izquierda en un
Dinamarca-España en donde los daneses jugaron todo el segundo tiempo al
achique; él no se equivocó ni una sola vez al levantar el banderín.
Cuando los organizadores le informaron que dirigiría un
choque de cuartos -nunca un juez tunecino había llegado tan lejos-, Alí
llamó a su casa desde el hotel, con cobro revertido, se lo contó a su
padre y los dos lloraron.
Esa noche durmió con sofocones y soñó dos veces con el
ridículo. En el primer sueño se torcía el tobillo y tenía que ser
sustituido por el cuarto árbitro; en el sueño, el cuarto árbitro era su
madre. En el segundo sueño saltaba al campo un espontáneo, le bajaba los
pantalones y él quedaba con los genitales al aire frente a las
televisiones del mundo.
De cada sueño se despertó con palpitaciones. Pero no soñó
nunca, durante la víspera, en dar por válido un gol hecho con la mano.
No soñó con que, en la jerga callejera de Túnez, su apellido se
convertiría en metáfora jocosa de la ceguera. Por eso ahora dirige el
segundo tiempo de ese partido con ganas de que todo acabe pronto.
* * *Ahora
el jugador argentino toca el balón con su pie izquierdo y lo aleja
medio metro de la sombra. El calor supera los treinta grados y esa
sombra, con forma de araña, es la única en muchos metros a la redonda.
Alrededor del campo, acaloradas, ciento quince mil
personas siguen los movimientos del jugador pero solo dos, los más
cercanos a la escena, pueden impedir el avance.
Se llaman Peter: Raid uno, Beardsley el otro; nacieron en
el norte de Inglaterra, uno en el cauce y el otro en la desembocadura
del río Tyne; los dos tuvieron, pocos años antes, un hijo varón al que
llamaron Peter; los dos se divorciaron de su primera mujer antes de
viajar a México; y los dos están convencidos, a las trece horas, doce
minutos y veintiún segundos, que será fácil quitarle el balón al jugador
argentino porque lo ha recibido a contrarié y ellos son dos: uno por el
frente y el otro por la espalda.
No saben que, una década después, Peter Raid hijo y Peter
Beardsley hijo serán amigos, tendrán quince y dieciséis años y estarán
bailando en una rave de Londres.
Un escocés de apellido O'Connor -que más tarde será
guionista del cómico Sacha Baron Cohen- los reconocerá y, en medio de la
danza, los esquivará con una finta y un regate. Lo hará una vez, dos
veces, tres veces, imitando el pase de baile que ahora, diez años antes,
le practica a sus padres el jugador argentino.
Raid hijo y Beardsley hijo no entenderán la broma,
entonces otros participantes de la rave se sumarán a la burla de
O'Connor y se formará un bucle de bailarines que, en forma de tren
humano, esquivará a los muchachos en dos tiempos.
Peter Raid hijo será el primero en comprender la mofa, y
se lo dirá a su amigo: «Es por el video de nuestros padres, el de México
ochenta y seis».
Peter Beardsley hijo hará un gesto de humillación y los
dos amigos escaparán de la fiesta perseguidos por decenas de muchachos
que gritarán, a coro, el apellido del jugador que diez años antes, ahora
mismo, se escapa de sus padres con un quiebre de cintura.
Muy pronto Raid padre y Beardsley padre dejarán de
perseguir al jugador: será el trabajo de otros compañeros intentar
detenerlo. Ellos ahora permanecen congelados en medio de una cinta que
el tiempo convierte, a cámara lenta, de VHS a Youtube.
Ahora sus hijos tienen cinco y seis años y no recordarán
haber visto en directo el primer regate del jugador, pero al comienzo de
la adolescencia lo verán mil veces en video y dejarán de sentir respeto
por sus padres.
Peter Raid y Peter Beardsley, inmóviles aún en el centro
del campo, todavía no saben exactamente qué ha pasado en sus vidas para
que todo se quiebre.
* * *Raudo
y con pasos cortos, el jugador argentino traslada la escena al terreno
contrario. Solo ha tocado el balón tres veces en su propio campo: una
para recibirlo y burlar al primer Peter, la segunda para pisarlo con
suavidad y desacomodar al segundo Peter, y una tercera para alejar el
balón hacia la línea divisoria.
Cuando la pelota cruza la línea de cal el jugador ha
recorrido diez de los cincuenta y dos metros que recorrerá y ha dado
once de los cuarenta y cuatro pasos que tendrá que dar.
A las las trece horas, doce minutos y veintitrés segundos
del mediodía un rumor de asombro baja desde las gradas y las nalgas de
los locutores de las radios se despegan de los asientos en las cabinas
de transmisión: el hueco libre que acaba de encontrar el jugador por la
banda derecha, después del regate doble y la zancada, hace que todo el
mundo comprenda el peligro.
Todos menos Kenny Sansom, que aparece por detrás de los
dos Peter y persigue al jugador con una parsimonia que parece de otro
deporte. Sansom acompaña al jugador argentino sin desespero, como si
llevara a un hijo pequeño a dar su primera vuelta en bicicleta.
«Parecía que estuvieras en un entrenamiento, joder», le
dirá el entrenador Bobby Robson dos horas después, en los vestuarios.
«Ese no eras tú», le dirá su medio hermano Allan un año más tarde,
borrachos los dos, en un pub de Dublin.
Kenny Sansom rebobinará mil veces el video en el futuro.
Verá su paso desganado, casi un trote, mientras el jugador se le
escapa.
Comenzará, en noviembre de ese año, a tener problemas con
el juego y el alcohol. En la prensa sensacionalista lo apodarán «White»
Sansom, por su afición al vino blanco.
Su único amigo de las épocas doradas será Terry Butcher, quizá porque ambos compartirán el eje de un trauma idéntico.
Butcher es el que ahora, cuando los relatores de radio y
los espectadores en las gradas todavía están poniéndose de pie, le tira
una patada fallida al jugador que avanza por su banda. Sin saber que su
apellido, en el idioma del rival, significa carnicero, Butcher
perseguirá enloquecido al jugador y le tirará una segunda patada, esta
vez con ánimo mortal, en el vértice del área pequeña.
Terry Butcher tampoco superará nunca el fantasma de esos
diez segundos en el mediodía mexicano. «Al resto de mis compañeros los
regateó una sola vez, pero a mí dos..., pequeño bastardo», le dirá a la
prensa muchos años después, con los ojos vidriosos.
Kenny Sansom y Terry Butcher no regresarán a México
jamás, ni siquiera a playas turísticas alejadas del Distrito Federal. En
el futuro, sin hijos ni parejas estables, tendrán por afición (con casi
sesenta años cada uno) juntarse a tomar whisky los jueves por la noche e
inventar nuevos insultos contra el jugador argentino que ahora, sin
marca, entra al área grande con el balón pegado a los pies.
* * *Antes
del inicio de la jugada, un hombre da un mal pase. Con ese error
empieza la historia. Podría haber jugado hacia atrás o a su derecha,
pero decide entregar el balón al jugador menos libre.
Ese hombre se llama Héctor Enrique y se queda inmóvil
después del pase, con las manos en la cintura. Después de ese partido
nunca podrá separarse del jugador, como si el hilo invisible del pase
vertical se transformara, con el tiempo, en un campo magnético.
Enrique todavía no lo sabe, pero volverá a participar de
un Mundial de fútbol, veinticuatro años después y en tierra sudafricana.
Será parte del cuerpo técnico de un entrenador que, más gordo y más
viejo, tendrá el mismo rostro del hombre joven que ahora corre en
zigzag. Y acabará su carrera todavía más lejos, en los Emiratos Árabes,
de nuevo a la derecha del jugador al que, hace dos segundos, le ha dado
un pase a contrarié.
Durante muchas noches del futuro, en un país extraño
donde las mujeres tienen que ir en el asiento trasero de los coches,
Enrique pensará qué habría ocurrido si, en lugar de esa mala entrega, le
hubiera cedido el balón a Jorge Burruchaga, su segunda opción.
Burruchaga es el que ahora corre en paralelo al jugador,
por el centro del campo. Son las trece horas, doce minutos y
veinticuatro segundos: está convencido de que el jugador le dará el pase
antes de entrar al área, que únicamente le está quitando las marcas
para dejarlo solo frente a los tres palos.
Burruchaga corre y mira al jugador; con el gesto corporal
le dice «estoy libre por el medio» y mientras espera el pase en vano no
sabe que un día, algunos años después, aceptará un soborno en la liga
francesa y será castigado por la Federación Internacional. Otra entrega a
destiempo. Pero él, congelado en el presente, todavía corre y espera la
cesión que no llega nunca.
Días más tarde hará el gol decisivo de la final, pero el
mundo solo tendrá ojos y memoria para otro gol. Año tras año, homenaje
tras homenaje, el suyo no será el más admirado.
Una noche Burruchaga llamará por teléfono a Arabia
Saudita para conversar con su amigo Héctor Enrique, y lamentará, un poco
en broma, un poco en serio, aquel gol ajeno que opacó el decisivo de la
final. Entonces Enrique verá por la ventana una tormenta de arena y,
sin pretenderlo, lo hará sonreír. «No fue para tanto aquel gol», le
dirá, «el pase se lo di yo, si no lo hacía era para matarlo».
* * *Dentro
del campo de juego el viento sopla a doce kilómetros por hora. Si
hubiera soplado a sesenta kilómetros por hora, como ocurrió en la Ciudad
de México seis días más tarde, quizás la jugada no hubiera acabado
bien.
El avance parece veloz por ilusión óptica, pero el
jugador regula el ritmo, frena y engaña. Hay una geometría secreta en la
precisión de ese zigzag, un rigor que se hubiera roto con un cambio en
el viento o con el reflejo de un reloj pulsera desde las gradas.
Terry Fenwick piensa en las variables del azar mientras
se ducha cabizbajo tras la derrota. Sobre todo en una, la menos
descabellada.
Antes del partido, Fenwick le aconsejó a su entrenador
Bobby Robson que lo mejor sería hacerle, al jugador rival, un marcaje
hombre a hombre. Bobby respondió que que la marca sería zonal, como en
los anteriores partidos.
¿Qué habría ocurrido si Robson le hacía caso?, se
preguntará Terry Fenwick desnudo, en la soledad del vestuario, con el
agua reventándole las sienes.
En este momento, a las trece horas, doce minutos y
veintiséis segundos del mediodía, es él quien ve llegar al jugador con
el balón dominado; es él quien cree que dará un pase al centro del área.
Fenwick piensa igual que Burruchaga, apoya todo el cuerpo en su pierna
derecha para evitar el pase y deja sin candado el flanco izquierdo. El
jugador, con un pequeño salto, entra entonces por el hueco libre, pisa
el área y encuentra los tres palos.
«Mierda», le dirá a la prensa Terry Fenwick en 1989,
«arruinó mi carrera en cuatro segundos». Dos años después de exabrupto,
en 1991, Fenwick pasará cuatro meses en prisión por conducir borracho.
Dirá, a mediados de la década siguiente, que no le daría la mano al
jugador argentino si lo volviera a ver.
En esas mismas fechas una de sus hijas cumplirá dieciocho
años. Durante la fiesta, Terry Fenwick la encontrará besándose con un
argentino en una playa de Trinidad. Reconocerá la identidad del muchacho
por una camiseta celeste y blanca con el número diez en la espalda.
Fenwick aún no lo sabe, pero en su vejez dirigirá un ignoto equipo
llamado «San Juan Jabloteh» en Trinidad y Tobago, un país que nunca jugó
un Mundial, pero que tiene playas.
Fenwick se emborrachará cada día en la arena de esas
playas. La tarde del encuentro de su hija con el argentino querrá
acercarse al chico para golpearlo. El argentino hará el gesto salir para
la izquierda y escapará por la derecha. Fenwick, de nuevo, se comerá el
amague.
* * *Ocho
pasos, de cuarenta y cuatro totales, dará el jugador dentro del área, y
le bastarán para entender que el panorama no es favorable.
Hay un rival soplándole la nuca a su derecha, Terry
Butcher; otro a su izquierda, Glenn Hoddle, le impide la cesión a
Burruchaga; Fenwick se ha repuesto del amague y ahora cubre el posible
pase atrás y, por delante, el portero Peter Shilton le cierra el primer
palo.
El norte, el sur y el este están vedados para cualquier
maniobra. Son las trece horas, doce minutos y veintisiete segundos del
mediodía. Tres horas más en Buenos Aires. Seis horas más en Londres.
En cualquier ciudad del mundo, a cualquier hora del día o
de la noche, intentar el disparo a puerta en medio de ese revoltijo de
piernas es imposible, y el que mejor lo sabe es Jorge Valdano, que llega
solo, muy solo, por la izquierda.
Nadie se percata de la existencia de Valdano, ni ahora en
el área grande ni durante la escuela primaria, en el pueblo santafecino
de Las Parejas.
Jorge Valdano se sentaba a leer novelas de Emilio Salgari
mientras sus compañeros jugaban al fútbol en los recreos, arremolinados
detrás de la pelota. El fútbol le parecía un juego básico a los nueve
años, pero a los once ocurrió algo: entendió las reglas y supo, sin
sorpresa, que los demás chicos no lo practicaban con inteligencia.
Empezó a jugar con ellos y, mientras el resto perseguía
el balón sin estrategia, él se movía por los laterales buscando la
geometría del deporte.
Y fue bueno. Integró dos clubes del pueblo y pronto lo
llamaron de Rosario para las inferiores de Newell's; debutó en primera
antes de los dieciocho. A los veinte era campeón mundial juvenil en
Toulon. A los veintidós ya había jugado en la selección absoluta.
Pero en esos años de vértigo nunca amó el juego por
encima de todo. Si le daban a elegir entre un partido entre amigos o una
buena novela, siempre elegía el libro.
Hasta ese momento de sus treinta años, Valdano no estaba
seguro de haber elegido su verdadera vocación. Por eso ahora, que espera
el pase, siente por fin que ese puede ser su destino, que quizá ha
venido al mundo a tocar ese balón y colgarlo en la red.
Sabe que la única opción del jugador es el pase a la
izquierda. No le queda otra salida. Mientras pisa el área piensa: «Si no
me la da, largo todo y me hago escritor".
Pero el jugador entra al área sin mirarlo. Tampoco
Butcher, ni Fenwick, ni Hoddle, ni Shilton se enteran de su presencia.
Ni siquiera el camarógrafo, que sigue la jugada en plano corto, lo
distingue a tiempo.
En el video, Valdano es un fantasma que asoma el cuerpo
completo recién cuando el balón está en el vértice del área pequeña.
Jorge Valdano todavía no lo sabe, pero al final de ese torneo comenzará a
escribir cuentos cortos.
* * *No
hay enemigo mayor para un atacante que el portero. El resto de los
rivales puede usar la zancadilla rastrera o las rodillas para el golpe
en el muslo. No importa, son armas lícitas en un deporte de hombres y el
agredido puede devolver la acción en la siguiente jugada.
Pero el portero, el guardavallas, el goalkeeper, el
arquero (como el de Lucifer, sus nombres son infinitos) puede tocar el
balón con las manos.
El portero es una anomalía, una excepción capaz de
deshacer con las manos las mejores acrobacias que otros hombres hacen
con los pies. Y hasta ese día ningún futbolista de campo había logrado
devolver esa afrenta en un Mundial.
Por eso ahora, cuando el jugador pisa el área y mira a
los ojos al portero Peter Shilton (camisa gris, guantes blancos),
entiende el odio en la mirada del inglés.
Media hora antes el argentino había vengado a todos los
atacantes de la historia del fútbol: había convertido un gol con la
mano. La palma del atacante había llegado antes que el puño del
guardameta. En el reglamento del fútbol esa acción está vedada, pero en
las reglas de otro juego, más inhumano que el fútbol, se había hecho
justicia.
Por eso en este momento culminante de la historia, a las
trece horas, doce minutos y veintinueve segundos, Peter Shilton sabe que
puede vengar la venganza. Sabe muy bien que está en sus manos
desbaratar el mejor gol de todos los tiempos. Necesita hacerlo, además,
para volver a su país como un héroe.
Shilton había nacido en Leicester, treinta y seis años
antes de aquel mediodía mexicano. Ya era una leyenda viva, no le hacía
falta llegar a su primer y tardío Mundial para demostrarlo.
Aún no lo sabe, pero jugará como profesional hasta los
cuarenta y ocho años. Protagonizará en el futuro muchas paradas
inolvidables que, sumadas a las del pasado, lo convertirán en el mejor
goalkeeper inglés.
Sin embargo (y esto tampoco lo sabe) en el futuro existirá una enciclopedia, más famosa que la Britannica, que dirá sobre él:
«Shilton, Peter: guardameta ingles que recibió, el mismo día, los goles conocidos como 'la mano de Dios' y el 'del Siglo'».
Ese será su karma y es mejor que no lo sepa, porque
todavía sigue mirando a los ojos al jugador argentino que se acerca, y
tapa su palo izquierdo como le enseñaron sus maestros.
Cree que Terry Butcher puede llegar a tiempo con la
patada final. «Quizá sea córner», piensa. «Quizá pueda sacar el balón
con la yema de los dedos».
Tampoco sabe que dos años más tarde se publicará en Gran
Bretaña un videojuego con su nombre, titulado «Peter Shilton's
Handball», ni que sus hijos lo jugarán, a escondidas, en las vacaciones
de 1992.
Mejor que no conozca el futuro ahora, porque debe
decidir, ya mismo, cuál será el siguiente movimiento del jugador. Y lo
decide: Shilton se juega a la izquierda, se tira al suelo y espera el
zurdazo cruzado. El argentino, que sí conoce el futuro, elige seguir por
la derecha.
* * *Antes
de tocar por última vez el balón con su pie izquierdo, a las trece
horas, doce minutos y treinta segundos del mediodía mexicano, el jugador
argentino ve que ha dejado atrás a Peter Shilton; ve que Jorge Valdano
arrastra la marca de Terry Fenwick; ve que Peter Raid, Peter Beardsley y
Glenn Hoddle han quedado en el camino; ve a Terry Butcher que se arroja
a sus pies con los botines de punta; ve a Jorge Burruchaga que frena su
carrera con resignación; ve a Héctor Enrique, todavía clavado en la
mitad del campo, que cierra el puño de la mano derecha; ve a su
entrenador que salta del banquillo como expulsado por un resorte y al
otro entrenador, el rival, que baja la mirada para no ver el final del
avance; ve a un hombre pelirrojo con una pipa humeante en la primera
bandeja de las gradas; ve la línea de cal de la portería contraria y
recuerda el rostro del empleado que, durante el entretiempo, la repasó
con un rodillo; ve nítidamente a su hermano el Turco que, con siete
años, le echa en cara un error que cometió en Wembley en un jugada
parecida, ve los labios sucios de dulce de leche de su hermano cuando
dice:
«La próxima vez no le pegues cruzado, boludito, mejor amagále al arquero y seguí por la derecha».
Ve el rostro de su hermano con la luz de la cocina donde
ocurrió la escena, ve la picardía con que lo miraba; ve, detrás del
arco, un cartel que dice Seiko en letras blancas sobre fondo rojo; ve
las uñas pintadas de verde de su primera novia, el día que la conoció, y
ve a esa misma chica, ya mujer, amamantando a una niña; ve una pelota
desinflada y se ve a él mismo, con nueve años, que intenta dominarla; ve
a su madre y a su padre que arrastran, con esfuerzo, un enorme bidón de
kerosén por una calle de tierra en la que ha llovido; ve una taquilla,
en un vestuario de La Paternal, que lleva su nombre y su apellido en
letras flamantes, ve su orgullo adolescente al leer por primera vez su
nombre y su apellido en la taquilla; ve un estadio, sus tablones de
madera, y ve también que un día el estadio entero, y no solo la
taquilla, llevará su nombre.
El jugador argentino ha controlado el aire de sus
pulmones durante nueve segundos, y ahora está a punto de soltar todo el
aire de un soplido.
Al revés que todos los rivales y compañeros que ha dejado
atrás, él puede respirar con su pierna izquierda, y también puede
intuir el futuro mientras avanza con el balón en los pies.
Ve, antes de tiempo, que Shilton se arrojará a la
derecha; ve la intención segadora de Terry Butcher a sus espaldas, se ve
a él mismo, muchos años más tarde, con un nieto en los brazos,
visitando la entrada del Estadio Azteca donde se levanta una estatua de
bronce sin nombre: solo un jugador joven con el pecho inflado, un balón
en los pies y una fecha grabada en la base: 22 de junio de 1986; ve una
rave en Londres donde dos chicos de quince años escapan de una multitud
que se burla; ve un departamento en penumbras donde solo hay una mesa,
dos amigos y un espejo sobre la mesa; ve a una muchacha en una playa del
trópico que se deja besar por un chico que lleva puesta una camiseta
argentina; ve un enjambre de periodistas y fotógrafos a la salida de
todos los aeropuertos, de todas las terminales, de todos los estadios y
de todos los centros comerciales del mundo; ve a un niño embobado con un
videojuego en la ciudad de Leicester, mientras su hermano vigila por la
ventana que no aparezca el padre; ve el cadáver de un hombre viejo que
ha muerto en Ginebra ocho días antes de ese mediodía, un hombre que
también ha visto todas las cosas del mundo en un único instante.
Ve Fiorito de día; ve Nápoles de tarde; ve Barcelona de noche.
Ve el estadio de Boca a reventar y él está en el medio
del campo pero no lleva un balón en los pies, sino un micrófono en la
mano; ve a un anciano en el aeropuerto de Cartago, que espera a su hijo
en el último vuelo desde México, para abrazarlo y consolarlo; ve un
tobillo inflamado; ve a una enfermera de la Cruz Roja, regordeta y
sonriente; ve todos los goles que ha hecho y los que hará; ve todos los
goles que ha gritado y los que gritará en su vida entera; se ve, con
cincuenta y tres años, mirando desde el palco la final del mundo en el
estadio Maracaná; ve el día que verá a su madre por última vez; ve la
noche en que verá por última vez a su padre; ve crecer a todos los hijos
de sus hijos; ve los dolores de parto de una mujer que está a punto de
parir un niño zurdo en Rosario, un año y dos días más tarde de ese
mediodía mexicano; ve un espacio mínimo, imposible, entre el poste
derecho y el botín de Terry Butcher.
Cierra los ojos. Se deja caer hacia adelante, con el cuerpo inclinado, y se hace silencio en todo el mundo.
El jugador sabe que ha dado cuarenta y cuatro pasos y
doce toques, todos con la zurda. Sabe que la jugada durará diez segundos
y seis décimas. Entonces piensa que ya es hora de explicarle a todos
quién es él, quién ha sido y quién será hasta el final de los tiempos.
«10.6 segundos» from Revista Orsai on Vimeo.
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